Descripción del caso.
Soy Paloma y tengo 32 años.
Aunque tal vez debería decir que tengo dos. Porque el resto los pasé sufriendo por lo que todo el mundo a mi alrededor consideraba tonterías. Y yo misma pensaba que debían parecérmelo. Pero no podía evitarlo.
No recuerdo cuándo empecé a sufrir. Mucha gente me ha preguntado cuánto tiempo estuve así. Yo contesto “siempre” por que los primeros recuerdos que guardo de mi infancia eran obsesivos. Pero entonces no lo sabia, ni yo ni nadie.
Recuerdo espantosos sentimientos de culpa ya en el jardín de infancia y más tarde en el colegio. Meses y meses dando vueltas a una frase o una idea que se supone no debería haber tenido. Recuerdo miedo a las iglesias, a la Semana Santa, meses de angustia antes de hacer la primera comunión porque siempre creía haber sido “mala” y no merecer nada de lo que tenía. En cambio para los demás yo era la niña perfecta.
Y es que esa fue durante muchos años mi obsesión: ser perfecta en todo, no cometer ningún fallo. Hacer en definitiva lo que todos esperaban de mí.
Por supuesto que sabía que no se puede lograr la perfección. Por eso intentaba hacer las cosas “lo mejor posible” . Pero esa máxima, tomada al pie de la letra, como yo hacía , es una tortura que no tiene fín. Porque todo siempre se puede mejorar “ un poquito “ y no hay límite. Nunca se para.
Sacaba muy buenas notas en el colegio y fue así hasta bachiller. “ Era brillante” decían todos. Y sin embargo mi coeficiente intelectual descendía cada año. Hasta rozar el límite del retraso mental. Me sorprende ahora que conozco el tema que los psicólogos del colegio no advirtiesen la razón. Pero por lo visto en aquellos años el tema obsesivo no era muy popular. Aún ahora me escandaliza el poco conocimiento que hay en la calle sobre el tema y lo que es peor, las barbaridades que he oído decir a algunos profesionales. La mayor de todas: que no tenía solución!! Me gustaría que me vieran ahora!!
El caso es que yo no me volvía cada vez más tonta, sino más perfeccionista. Era una perfeccionista obsesiva y estaba clarísimo, pero nadie lo notó. Esos tests consisten en hacer un determinado numero de ejercicios en un tiempo limitado. Y ahí estaba mi problema. Repasaba y corregía tantas veces cada uno de ellos, que todo lo que entregaba estaba sin duda perfecto… pero eran pocos los que lograba completar .
Y así era en todo, conforme las tareas se hacían cada vez más complicadas más tiempo pasaba realizándolas. Al llegar a la universidad pasaba horas y horas realizando trabajos que nunca completaba, porque terminaba el plazo de entrega y nunca había acabado. Realizaba diez veces más esfuerzo que mis compañeros y luego suspendía. O no me presentaba. En mi expediente había Notables, algún sobresaliente y decenas de no presentados. Tenía pavor a suspender.
Y cada vez más sufrimiento.
Pero hasta entonces ni yo misma sabía que eso no era normal. Yo sabía que no era tonta, por lo tanto lo achacaba a falta de estudio!!!… Y mi familia también, claro.
Hasta que poco a poco empecé a notar que me costaba cada vez más leer. Me puse gafas, pero el problema no estaba en mis ojos. No conseguía terminar una frase sin tener que volver a empezar desde el principio, después lo hacía con cada palabra, luego cada letra,… la historia de siempre: comprobar y comprobar para evitar cualquier riesgo de error.
Y pasar a limpio los apuntes, siempre la misma hoja, una y otra y otra vez. Hasta la extenuación.
Pero eso tampoco lo supo nunca nadie, porque entonces llegó lo peor. Mi obsesión por la perfección la llevé al terreno de la limpieza y ahí si que el problema se hizo visible para todo el mundo.
Comencé limpiando y lavando todo lo que tocaba o tocaban otros, lavarme las manos era el ritual que ocupaba la mayor parte de mi tiempo, podía estar cuatro horas en la ducha, restregando sin parar, y nunca me sentía lo suficientemente limpia.
Para evitar tener que seguir lavando ( mis manos estaban tan agrietadas que no podía cerrar los puños sin que mis nudillos comenzaran a sangrar ) empecé a evitar las situaciones que conllevaban mayor riesgo de ensuciarme… poco a poco fueron todas.
Tuve que dejar mis estudios, mi trabajo, mis amigos, mi familia… nada me importaba tanto como estar “limpia”.
A los treinta años mi vida se había reducido a un continuo sufrimiento de 24 horas. Una rutina que consistía en hacer lo necesario para salir de casa y comer, una vez al día, no había tiempo para más: 8 horas de aseo personal, dos de comprobaciones antes de conseguir salir a la calle. Para describir todas las compulsiones que componían esa rutina necesitaría tantas páginas que colapsaría la red. Afortunadamente, en su mayoría las he olvidado.
Sí recuerdo las cosas que no podía hacer: no podía sentarme, en ningún lugar, no podía subir en ningún transporte público, no soportaba que nadie me rozara, no podía viajar, no podía encender la tele ( por temor a olvidarla encendida ) ni la calefacción en verano, ni meter en casa ningún tipo de alimento, ni siquiera dentro de un envoltorio. No tenía amigos ni nadie que pudiera ayudarme…
O eso creía.
Tuve por fín la suerte de dar con un profesional que entendió mi problema con un par de frases. Yo no me lo podía creer. Me empeñaba en contarle más y más detalles, pero no hacía falta, empezó él a describir mi infierno. Y lo más sorprendente fue que me aseguró que me curaría pocos meses…
Imposible, si lo había intentado todo… Tantas veces!!
Lo cierto es que no le creí, pero para mí ya no había nada que perder. Intenté acabar con mi vida y ya que no lo conseguí decidí darle una oportunidad.
Estaba muerta de miedo pero tomé la determinación de lanzarme a por todas y someterme a una terapia intensiva que yo pensaba, debía ser espantosa.
Pero no resultó ni más ni menos espantosa que uno cualquiera de mis días y además pasó… salí de aquella espiral de sufrimiento…para siempre!!!
Hoy llevo una vida absolutamente normal. Es más creo que disfruto más que ningún otro ser humano en el mundo de las cosas más sencillas de la vida, como sentarme en el metro, comerme un helado o pasear por la playa. Cosas que antes habrían sido una tortura, hoy son un inmenso placer que tengo la suerte de disfrutar como lo haría un niño que las descubre por primera vez.
Seguro que mucha gente leerá estas líneas y no entenderá por qué una persona cuerda e inteligente acabó viviendo así.
Pero por desgracia habrá otros que lo entenderán a la perfección. No, por desgracia, no. Por suerte. Porque a mí me hubiera gustado descubrir antes que alguien lo había conseguido, que por increíble que parezca, se puede cambiar.
Solo hace falta algo de valentía y fuerza de voluntad. Y si eres un obsesivo, créeme: Voluntad tienes de sobra, solo que mal encauzada. Por eso necesitas la ayuda de un buen profesional que te muestre cómo hacerlo.
Tal vez sea cierto que sólo Dios hace milagros, pero si es así, seguro que los hace a través de nosotros.
Paloma.
Madrid, marzo de 2004.