Tengo 45 años. Cuando era jovencita comencé a tener, según me decía el sacerdote con el que me confesaba, una conciencia escrupulosa. Hoy sé que a lo que me sucedía y en términos psicológicos, se llama Trastorno Obsesivo Compulsivo.
Para mí en aquella época, todo era pecado o casi pecado. Era la duda constante en lo que hacía (como lo había hecho), en lo que pensaba (qué había pensado, con qué intención o si me había recreado en mi pensamiento); en lo que sentía… en fin! un desasosiego constante. La confesión me servia como alivio y como descarga de mis zozobras, aunque me servía de muy poco o mejor dicho, me duraba muy poco la paz, porque el sacerdote, siempre con la mejor intención me decía: “Tranquila, vete tranquila y en paz y no vuelvas a pensarlo” ese “no vuelvas a pensarlo” me atormentaba, porque yo volvía a “pensarlo”. No quería hacerlo, pero mi pensamiento era recurrente. Vuelta a empezar: “¿lo he querido pensar? ¿O no he querido? Pero el caso es que lo he pensado. ¿He pecado?” Y así constantemente. El sentimiento de culpa era permanente. Pasaban los años y mis escrúpulos de conciencia cambiaron. Ya no eran cuestión religiosa de si tal cosa era pecado o no; la cuestión era la vida misma, de si era responsable de lo que les ocurría a los demás. Me sentía culpable y responsable por todo lo que ocurría a mí alrededor y en las situaciones en que yo hubiese estado presente.
Soy profesora de secundaria. En cierta ocasión recriminé el comportamiento de un alumno en clase. A los dos meses de este hecho, el padre de mi alumno murió de un infarto. “¿Dios mió habré sido yo la culpable? ¿Y si mi alumno se lo hubiese contado a su padre y éste no hubiese dejado de pensar en el suceso y hubiese seguido pensando que su hijo sería un fracaso en la vida, y si ese pensar y esa angustia, le hubiese provocado el infarto?” Trataba de convencerme de que era absurdo mi pensamiento y me decía a mí misma: “Sí solamente llamé la atención al alumno porque estaba distraído en clase hablando con un compañero. Si no ocurrió nada más” ¿Como esa tontería podía ocasionar un infarto a su padre?, ¿después de dos meses?”. “Es ilógico, no es razonable, es absurdo”, pero el caso es que yo no paraba de pensarlo.
Lo cuento como anécdota de lo absurdo. Podría relatar un sinfín de hechos similares. A través de mi escrito, nadie podría hacerse idea del sufrimiento tan espantoso y continuado en el que ha transcurrido la mayor parte de mi vida. Solamente aquellos que hayan padecido o padezcan un trastorno obsesivo compulsivo, lo comprenderán.
Hace unos años acudí a un psicólogo. Fue el que me diagnosticó un Toc. Me dijo que las obsesiones cambian. Hoy puede ser una obsesión de tipo hipocondríaco y mañana puede ser una obsesión con la identidad sexual, o la muerte, o lo que sea. Lo que no cambia es la obsesión, la duda, la importancia que los obsesivos damos al pensamiento, el deseo extremo de no querer pensar en lo que nos hace daño, o el deseo de no querer pensar en tal o cual cosa. Él, mi psicólogo, me decía: “intente no pensar durante diez segundos en los elefantes. No lo conseguirá. Basta que le diga que no piense en los elefantes, para que piense en ellos”.
La curación del obsesivo radica, no en no pensar, sino en no dar importancia al pensamiento y eso se consigue a través de una terapia psicológica.
Hoy puedo decir que estoy curada. Mi infierno pasó ya. Soy feliz porque he sufrido tanto por lo absurdo que, lo real y lógico que a todos no acontece, para mí ahora tiene menos importancia.
Me manifiesto así ante vosotros, por sí de alguna manera puedo aliviar el sufrimiento de alguien que padezca, como padecí yo, este martirio constante de la muerte. Y el alivio que pretendo es daros una seguridad, la misma que mi psicólogo a mi me transmitió. De una obsesión se sale. De un Toc se sale y…en breve tiempo.
Os darán los pinceles y el lienzo y una vez en vuestro poder ¡A PINTAR!