Descripción del caso.
Me llamo Pilar, tengo 44 años, soy la pequeña de 4 hermanos de una familia, como muchas de las que puede haber en España; si bien se da la circunstancia de que la diferencia de edad con mi hermana mayor es de 8 años y con el anterior a mí de 6, lo que siempre hizo que la relación con mis hermanos fuera un tanto distante, refugiándome las más de las veces en mi queridísima abuela, que vivía con nosotros.
Ya desde niña tuve problemas de miedos y angustias, por situaciones que a mí me parecían insuperables y que, al resto de las personas de mi entorno, no les parecían tanto.
Los primeros miedos comenzaron en el colegio, donde mi naturaleza un tanto tímida, me llevaba a tener dificultades en las relaciones con compañeras, porque: “yo seguramente no podía caer bien”. Como muchos niños, padecí eneuresis hasta los 11 años y quizá el intentar ocultar esta enfermedad, me hacía aún mas reservada. Esta timidez, mal que bien, podía ir llevándola con cierto desahogo, por la bondad natural de muchas de mis compañeras; pero enseguida apareció “la estrella de las angustias”: la enorme vergüenza a hablar en público. Esto, no solamente me planteaba problemas en el momento de tener que hacerlo, sino antes: (¿que voy a decir?; ¿que pensarán de lo que digo?; ¿como lo digo?; se reirán de mi; etc., etc.) y después: (lo he dicho fatal; les he parecido tonta; se han reido de mí; etc.). El “apoyo” de alguna profesora –no se si bien o mal intencionada- intentando que reaccionara a mi miedo a la oratoria, haciéndome cantar delante de toda la clase, acabó de rematar la faena.
Así, llegamos a la edad de los 13, donde comienza la obsesión –infundada- por los kilos de más, obsesión que me lleva, por mi cuenta y riesgo, incluso a tomar unas pastillitas que quitan el apetito y que he visto que toma no se quien. Además me pongo a régimen y así paso casi dos años.
Así que pasé la mayor parte de mi infancia y adolescencia entre incomodidad en las relaciones con los demás, obsesiones, falta de autoestima, etc.
A los 22 años me casé y llevé una vida normal, con mis timideces e inseguridades amainando, quizá por tener un marido en quien apoyarme. Tuvimos tres hijas, estupendas y sanas, pero entre la 2ª y la 3ª ocurrieron dos hechos determinantes en mi vida:
La muerte de mi suegro, debida a un cáncer de pulmón y un aborto retenido, por el que me tuve que hacer un legrado y cuyo diagnóstico ecográfico, leí antes que el ginecólogo, pensando, en mi ignorancia, que podía existir la posibilidad de desarrollar un tumor maligno.
A partir de ese momento, quedo “tocada” comenzando con cierta tendencia a la hipocondría y, a los 30 años, después de tener a mi 3ª hija , vuelvo a abrir y leer –¡como no!- el informe del ecógrafo para un control ginecológico rutinario. Allí se mencionaba la palabra “mioma” y, aunque mi ginecólogo me explica, que es un tumor benigno de tejido muscular (o algo parecido), que no existía posibilidad de malignidad alguna y, que lo único que debo hacer es someterme a controles rutinarios, en mi fuero interno, nada puede convencerme de que aquella palabra que termina en “oma” no sea algo similar a un “carcin-oma”. Conclusión: mi médico seguramente me engaña en combinación con mi marido; los intentos de ambos por demostrarme lo contrario, son oídos, pero no escuchados.
A partir de este momento, comienzo a montarme mi película y por tanto, a sufrir enormemente: el dolor de estómago y la sensación de tener como una bola en él son continuos – debo tener “algo” en el estómago -, como consecuencia el apetito disminuye y comienzo a perder peso, pérdida de peso que, por supuesto, controlo diariamente; todos mis síntomas unidos a la pérdida de peso me hacen temer lo peor y comienza de nuevo el círculo vicioso: mas dolor, mas angustia, menos apetito, menos peso y así sucesivamente.
Además y mientras esto sucede, surgen paralelamente otras obsesiones como el miedo a ser atracada, lo que me hace ir por la calle mirando quien llevo detrás y quitarme todas las sortijas al salir de casa.
Por puro miedo, pierdo el interés por ver la televisión, leer cualquier tipo de publicación y todo lo que pueda representar la posibilidad de tener noticia del cáncer.
Cada vez estoy peor, mi desinterés y abulia por todo son crecientes, no tengo futuro y la tristeza y las ganas de llorar son continuas; los intentos de mi marido por intentar explicarme y darme ánimos, no son escuchados siquiera. Desesperada acudo al médico de la empresa, que explica mis síntomas como ataques de ansiedad y me diagnostica una depresión, enviándome al psiquiatra. Éste, confirma el diagnóstico y me receta ansiolíticos y antidepresivos que me dejan “zombi” durante 3 meses. Una vez pasados éstos, comienzan a retirarme paulatinamente la medicación y al mes vuelven a aflorar mis obsesiones, momento en el que decido ir a una psicólogo, que me recomienda un familiar.
La verdad es que me ayudó, sobre todo con el miedo a hablar en público y a relacionarme con “gente nueva”; también con las obsesiones en el tema enfermedades mejoro aunque no tanto como yo hubiera querido. Tras año y medio y en vista de que no avanzo, dejo de acudir a la consulta, sensiblemente mejorada.
Van pasando los años y aunque la fobia al cáncer ha disminuido, cada vez que surge un dolor o síntoma “X”, nuevos, es imposible no volver a pensar en la dichosa enfermedad de siempre. Cada vez que me dicen o me entero que alguien ( aún desconocido) tiene cáncer, no puedo dejar de obsesionarme con el tema; me levanto y me acuesto con la misma idea y me da miedo preguntar por la persona en cuestión. La muerte siempre me ha dado miedo, como a mucha gente, pero la muerte de cáncer me espanta. Llega entonces un momento en que no quiero oír hablar para nada del cáncer ni de nada ni nadie relacionado con él.
Comienzo entonces ha tener una serie de comportamientos de lo mas pintoresco como por ejemplo: Tiendo cada prenda de ropa con pinzas del mismo color; toco 7 veces la llave del gas para cerciorarme que está cerrada; cuando quiero que algo no ocurra, toco madera contando hasta 7; rezo oraciones un número también determinado de veces y hago lo mismo, poniendo la alarma en el despertador. La lista podría ser larguísima y conforme la lista crecía, también lo hacía mi problema. Más tarde pude saber, que todos estos comportamientos (que yo creía simples manías), eran “compulsiones” y lo supe gracias D. Miguel García Herrero, psicólogo clínico al que acudí, por recomendármelo una familiar de mi marido, a la que había tratado con éxito.
En cuanto tuve la primera entrevista comprendí que, casi con toda certeza superaría mi problema; el sólo hecho de oír a Miguel no sólo comprender lo que le estaba contando sino que era él, el que al poco de comenzar mi explicación, me contaba a mi las cosas que me pasaban, como si fuera un adivino, me dio una confianza enorme. Ganas y fuerza de voluntad, no me faltaban y había encontrado, a Dios gracias, el profesional que podía dirigir mis esfuerzos. El me enseño que esas “manías” había que suprimirlas, por ser antesala de las obsesiones para después, enfrentarse a las obsesiones y sus causas y también como hacerlo.
Para mi, la técnica empleada por D. Miguel resultó especialmente efectiva y hoy, aunque aún continuo en tratamiento, llevo una vida totalmente normal, con los altibajos normales de cualquier persona pero con algo más: Las “armas” que Miguel me ha dado y me ha enseñado a usar.